viernes, 11 de agosto de 2017

Reflejos

REFLEJOS
Capítulos de 1 al 5

CAPÍTULO1




El bar estaba casi vacío. Era normal tratándose de un martes cerca de las doce de la noche.
El hombre que estaba sentado a la barra se volvió y miró a los dos que comían en silencio en una mesa cercana a la puerta. Solo un par de camioneros disfrutado de una cena tardía.
Junto a la ventana un viejo leía, su única compañía era una humeante taza de té.
Apuró el último trago e iba a levantarse para salir cuando las imágenes de la pantalla que estaba sobre la pared del fondo, llamaron su atención.
–¿Puedes subir el volumen?–pidió al barman.
Este se volvió y dirigió el mando a distancia hacia el televisor.
Era el noticiero de medianoche, mostrando imágenes del lugar de un nuevo siniestro.
“Un cuerpo sin vida fue hallado en la noche del lunes en las inmediaciones del vertedero de la zona industrial, cerca de la carretera A6, sin que se conozca hasta el momento la identidad de la víctima…” decía la joven periodista mientras mostraban imágenes del área donde se había encontrado el cuerpo.
“Según fuentes policiales, el cadáver presentaba heridas de arma blanca, cuyas lesiones fueron las causas del fallecimiento.
Las primeras investigaciones apuntan a que este crimen puede estar vinculado a otros cuatro registrados en diferentes puntos de la ciudad, y que se trataría de asesinatos rituales…”
–Asesinatos rituales… ¡La gente está cada día más loca!–dijo el dueño del bar volviéndose hacia el cliente y limpiando por enésima vez el mostrador con un paño húmedo.
El hombre no apartó la vista de la pantalla, como si no lo hubiera escuchado.
“Según trascendidos, todas las victimas  padecían de una rara malformación  por la cual el corazón y otros órganos estaban desplazados hacia la derecha. De ahí que la herida haya resultado mortal y que la policía considere que todos los asesinatos están vinculados”.
–Ya no se puede ni salir a la calle…–insistió el barman mirando la pantalla.
El hombre no contestó. Sacó unos billetes del bolsillo y dejando el dinero sobre el mostrador se fue en silencio.
Una vez en la calle miró hacia ambos lados y poniéndose la capucha de su abrigo, comenzó a caminar rápidamente.
En la esquina dobló y siguió unas calles más, mirando de vez en cuando hacia atrás.
Se internó en un angosto callejón y se detuvo frente a una puerta de metal oxidada y sucia. Golpeó y esperó.
De repente vio a dos hombres que se acercaban desde la calle. Trató de ocultarse detrás de un contenedor de basura, pero los otros ya lo habían visto y caminaban directamente hacia él.
Se apartó de la puerta y levantando el abrigo sacó un cuchillo que tenía enganchado en la cintura.
Lo blandió amenazante y se agachó un poco, enfrentando a sus enemigos. Lentamente los hombres comenzaron a separarse,
rodeándolo.
En un instante comenzó la lucha. A pesar de la desventaja numérica la pelea parecía estar igualada, y por un momento nuestro hombre pudo controlar la situación. Con destreza lanzaba cuchilladas seguras, manteniendo alejados a los hostiles.
Hasta que, en un movimiento veloz y certero, uno de ellos deslizó su cuchillo sobre el muslo haciéndolo caer de rodillas.
Se puso de pie en un instante, pero el otro ya estaba encima y le lanzó un nuevo tajo hacia el pecho. A pesar de moverse con rapidez, igual recibió parte del impacto y la sangre comenzó a manar.
Se alejó dos pasos y retomó su posición defensiva.
–Deja de resistirte–dijo uno de los hombres–. Aquí se acaba tu viaje.
Como si no los hubiera escuchado, giró levantando una pierna y golpeó a uno de los dos en el pecho,  quien dejó escapar la navaja de sus manos.
El que había hablado saltó sobre él y tomándolo por la espalda deslizó la afilada hoja, abriéndole la garganta.
Cayó de rodillas con una mano en el cuello, los otros dos se acercaron lentamente.
–Nunca debiste haber venido.
Los miró directamente a los ojos y comenzó a reír, mientras la sangre resbalaba por su mano y caía al suelo.
Uno de ellos se arrodilló frente a él.
–¿Esto también te divierte?–preguntó, y tomándolo del hombro le clavó lentamente la daga en el pecho.
Cayó inerte, con la mano aún en la garganta.
Los hombres lo miraron un instante, sin mostrar ningún tipo de emoción, y luego se alejaron por donde habían venido. Ni siquiera se preocuparon en recuperar el puñal que quedó firmemente clavado en el lado derecho del pecho. La sangre, oscura y espesa comenzó a acumularse rápidamente formando un marco peculiar y macabro alrededor del cuerpo sin vida.


 CAPÍTULO 2


El espejo reflejaba las cámaras alineadas perfectamente, diez en total.
Detrás se veía, sobre la pared blanca, una mesa con algunos aparatos y ordenadores.
Miré mi propio reflejo junto a la mesa.
–¿Todo listo?–preguntó Edgard.
–Si–dije–. Allá vamos.
Oprimí una tecla y el láser se encendió. El rayo apuntaba directamente al centro del espejo.
Aumenté la potencia y entonces el pequeño punto donde terminaba la luz real y comenzaba el reflejo empezó a agrandarse, como si el  espejo se estuviera quemando.
Un anillo de luz apareció alrededor del rayo láser.
–Se está agrandando. Cinco, diez…veinte centímetros.
–Dame la pinza–dijo Edgard.
Tomé una pinza larga de laboratorio, se la alcancé y me coloqué junto a él.
El inicial círculo luminoso se había ido apagando poco a poco, y ahora podíamos ver en el espejo una circunferencia de unos veinte centímetros donde el cristal había cambiado. El cambio era muy sutil, se había vuelto más brillante y, si se miraba la zona con atención, se podía ver cierta ondulación.
Unas semanas atrás me había atrevido a tocarlo e increíblemente la zona estaba vacía, como si el espejo hubiera desaparecido, por eso le llamábamos “el agujero”.
–¿Estas grabando?–preguntó Edgard.
–Por supuesto.
Me miró y sonrió.
Lentamente acercó la pinza al agujero.  Podía verla acercándose del otro lado, como si el espejo aun estuviera allí.
Pero cuando llegó al límite Edgard siguió empujando, y ésta empezó a desaparecer dentro del espejo.
La pinza con sus treinta centímetros de largo estaba totalmente dentro, la mano de Edgard, desde el borde, temblaba ligeramente.
–Mete la mano–dije.
–¿Estás loca?–y se alejó, sacando la pinza.
–Toma–añadió entregándomela.
La acerqué al escáner y comprobé su estado: la misma temperatura, exactamente la misma composición molecular…
–No hay ningún cambio, es nuestra pinza de siempre.
Unos dos meses atrás, mientras estudiábamos el comportamiento de las partículas de luz al ser reflejadas en un espejo, se había producido el cambio.
Habíamos usado un rayo láser en vez de un rayo de luz normal y suponíamos que éste tendría algo peculiar, pero aún no habíamos logrado averiguar qué era.
Estábamos fascinados con nuestro descubrimiento, y aunque no entendíamos cabalmente lo que podría significar en el campo de las ciencias, éramos conscientes de que no podíamos divulgarlo.
Por ahora “el agujero” era nuestro secreto.
–Mañana pasaré la mano–dije. Abrió la boca para empezar a protestar pero no lo dejé.
–Lo haré contigo o sola. Apagaré las cámaras, no quiero arriesgarme a que aparezca mi mano destrozada en las noticias.
Me miraba horrorizado.
–¡Es una broma! Si a la pinza no le pasa nada ¿por qué iba a pasarme algo a mí?
Mientras dejaba la bata en mi taquilla pensé en todo lo que
estábamos viviendo y lo poco que sabíamos al respecto.
Me sentía como un explorador en un mundo nuevo y totalmente desconocido. La idea de tener ese agujero ahí, en medio del espejo, por donde desaparecían los objetos era a la vez fascinante y alarmante.
Al día siguiente pasaría la mano, era imposible saber qué había ahí dentro si no lo comprobábamos por nosotros mismos. Un cosquilleo de excitación me recorrió al pensar en eso, y deseé poder quedarme y hacerlo esa misma noche, pero sacudiendo la cabeza con resignación, cerré la puerta de la taquilla y abandoné la universidad.
Al salir recordé que era el cumpleaños de Chloe, mi mejor amiga. Aunque no tenía deseos de estar rodeada de gente y prefería darme una ducha y acostarme temprano, por el amor que le tenía a ella decidí hacer el sacrificio.
No descarté la ducha,  al contrario, la tomé bien caliente para relajarme. Me vestí con un jean, botas y una chaqueta abrigada y salí.
Mi coche se negó a arrancar una vez más, así que decidí caminar,  no valía la pena esperar un taxi. No obstante, me arrepentí al instante. La noche estaba fría y neblinosa, y las calles, desiertas.
Tenía una sensación extraña. Mire varias veces a mis espaldas con la seguridad de que alguien me estaba siguiendo. Al fin lo vi, una sombra que se detuvo cuando me volví y rápidamente se ocultó en un portal. No había sido mi imaginación, me estaban siguiendo. Por supuesto no me detuve a verificarlo, casi corriendo proseguí mi marcha.
Llegue sin aliento a la puerta de Chloe, una vez dentro, después de abrazar a mi amiga y rodeada de la gente que conocía, me sentí al fin segura y comencé a olvidar el acontecimiento.
Después de casi una hora, estaba instalada cómodamente en un sofá con dos de mis amigas, riendo y charlando, cuando el comentario de una de ellas casi me hace derramar la bebida.
–...el que ha vuelto es Alejandro–dijo–, seguro que viene a saludar a Chloe–agregó ajena a mi sobresalto.
Para confirmar su declaración,  Alejandro apareció en ese instante en la puerta.
–¡Oh,  aquí está!–dijo ella sonriendo.
Baje la vista y, tomando mi bolso, me sumergí en su contenido.
Saque el teléfono móvil y fingí atender una llamada.
Por el rabillo del ojo vi que alguien se acercaba, me puse de pie y me encontré cara a cara con él.
Pero yo era una buena actriz, él me había enseñado.
Sonreí e hice un gesto de disculpa, con el teléfono aún en la oreja, y abandoné rápidamente el salón.
Me dirigí a la cocina y desde allí lo observé con disimulo a través de los cristales de la puerta.
Saludó a todos, rió y se volvió para mirarme.
Aparté la vista justo a tiempo mientras fingía hablar.
Se lo veía igual,  o de ser posible mejor. Habían pasado cuatro años y, aunque seguramente yo estaba más desgastada y más sola que cuando se había ido,  él estaba radiante.
Guardé el teléfono en el bolsillo y tomando una bandeja empecé a llenarla con sándwiches y bocaditos salados. Chloe entró y cerró la puerta.
–¿Cómo estás?–preguntó en voz baja mientras empezaba a llenar otra bandeja.
–¿Sabías que había vuelto?
–Me enteré ayer, Mario recibió un mensaje en la mañana.
–¿Por qué no me avisaste?–pregunte bajando la voz.
–Porque no hubieras venido.
Sacudí la cabeza con fastidio.
–Hubiera venido igual, pero habría estado preparada.
–No habrías estado preparada, habrías estado histérica.
Iba a contestarle, pero él entró y se me atragantaron las palabras.
–¿Necesitan ayuda?–pregunto con ese aire inocente, tan suyo, que lo hacía adorable.
–Sí, por favor, ayuda a Alicia. Yo iré llevando esto.
La mire con odio mientras se alejaba. Tomé nota mentalmente de asesinarla en cuanto estuviéramos solas.
Alejandro, obediente, comenzó a llenar otra bandeja.
–¿Una llamada importante?–preguntó sonriendo.
–Del laboratorio–dije escuetamente.
Miró su reloj y frunció el ceño.
–¿A estas horas?
–Sí, Edgard…
–Tu amado profesor. ¿Ahora trabajan juntos?
Asentí y no agregué nada más. No quería hablar con él. No quería ser simpática. Es más, tenía la intención de que notara claramente mi indiferencia.
Pasamos dos segundos en silencio.
–Te ves bien…–empezó a decir. Lo interrumpí.
–Mira,  Alejandro, no necesitas tratar de mantener una conversación agradable. Ni siquiera necesitas hablar conmigo. Sería mucho más fácil si simplemente fueras al salón a disfrutar de la compañía de tus amigos.
Había interrumpido la tarea y me miraba.
Hizo un gesto de disculpa con las manos.
–Lo siento, creí que ya habíamos superado aquello, han pasado más de tres años…
–Cuatro en realidad, y sí, está totalmente superado.
Se apoyó en la mesa y cruzó los brazos, mirándome.
–Pero aún sigues furiosa conmigo…
–Que esté superado no significa que quiera ser tu amiga–dije  y lo miré a los ojos.
–¿Amiga?– vi como sonreía levemente–. Teníamos algo más que una amistad…
Sonreí a mi vez.
–Es obvio que de eso ya no queda nada.
Mantuve mi mirada serena unos segundos más y luego, tomando la bandeja, dejé la cocina.
Caminé por la habitación ofreciendo la comida a los invitados y no me volví a mirarlo.
Soporté hasta las once de la noche. Aunque trataba, no podía olvidar que él estaba a apenas unos metros de mí, y la tensión me estaba matando.
Me acerqué a Chloe.
–Me voy a casa–dije–, ha sido un largo día.
–¿Ya? Espera, le digo a Mario que te lleve…
–No, no, tomaré un taxi, no te preocupes.
Le estaba dando un abrazo cuando apareció Alejandro.
–Vamos, me queda de paso.
Lo miré.
–No te molestes, ya he llamado un taxi–dije.
–No permitiré que te vayas en taxi–dijo con esa mirada que siempre me desarmaba.
“Recuerda cuanto lo odias” pensé, y salí a la calle sin mirarlo.
Subimos al coche y cuando apenas habíamos recorrido unas pocas calles, preguntó:
–¿Sigues viviendo en la “casita de muñecas”?
No pude evitar sonreír, él siempre llamaba así a mi viejo apartamento.
Asentí.
–¿Podemos retomar la charla de la cocina?
–¿Charla?–inquirí en tono burlón.
Suspiró mientras giraba a la derecha.
–Alicia, déjame decirte algo, solo una cosa.
Lo miré.
–Lo que pasó hace cuatro años fue… Bueno, no voy a explicarte otra vez lo que ya te he explicado mil veces. Es verdad, yo era inmaduro y estúpido, pero nunca fui mentiroso. Te dije la verdad, y esperaba que con el paso del tiempo pudieras comprobarlo.
–Ya no tiene importancia–dije.
Se volvió a mirarme.
–Sí, sí la tiene si tú sigues pensando mal de mí.
–¿Te importa lo que yo piense de ti?–lo pregunté con un profundo tono de amargura, y me arrepentí casi al instante.
–¿Crees que no?–su tono fue parecido al mío–. La gente puede cambiar– agregó y continuó conduciendo en silencio.
Cuando llegamos a mi casa dije “Gracias” y comencé a abrir la puerta del automóvil. Me detuvo tomando mi mano.
–Solo te pido que me des otra oportunidad, que podamos volver a conocernos, los dos hemos cambiado.
Miré su mano sobre la mía y luego sus ojos.
–Buenas noches–dije y bajé del coche.
Ojalá hubiera podido mantener en mi casa, la misma serenidad que demostraba frente a él.
Pero por supuesto eso era imposible.
Apenas cerré la puerta, me apoyé contra ella y empecé a llorar. No lloraba de dolor, lloraba de furia.
No podía creer que por haberlo visto apenas unas horas, y haber hablado apenas unos minutos, me sintiera tan vulnerable otra vez. No podía creer que una sola mirada de él hubiera hecho palpitar mi corazón atropelladamente, exactamente igual que cuatro años atrás.
¿Es que yo no había aprendido nada en todo este tiempo?
Él estaba equivocado, yo no había cambiado, seguía siendo la misma estúpida de siempre.




 CAPÍTULO 3

Me acosté enseguida y traté de dormir, pero no podía.
Di vueltas en la cama durante más de una hora hasta que al fin me resigné a hacer lo que me pedía todo mi ser: pensar en él.
Suspiré al recordar la primera vez que lo había visto, casi seis años atrás cuando éramos poco más que adolescentes.
Hay quienes piensan que el "amor a primera vista" no existe. Sin embargo debo decir que yo soy un claro ejemplo que contradice esa afirmación.
No creo que haya habido una persona sobre la tierra que haya tenido un sentimiento más fuerte, más profundo y más fulminante que yo ese día.
Es verdad que era muy joven y nunca había estado enamorada antes, pero lo que sentí fue único y me marcó tan profundamente que podía recordar ese momento con todos los detalles y con todas las sensaciones.
Era verano, acabábamos de terminar las clases de nuestro segundo año de universidad y habíamos ido a festejarlo con un pequeño grupo de amigos. Chloe había conocido a Mario unas semanas atrás, así que lo había invitado. Estábamos tendidas en la arena cuando él llegó con otro amigo. Mientras se acercaban a saludarnos Chloe susurró: "¡Oh,  míralo! ¡Creo que voy a desmayarme!" Por supuesto que se refería a Mario,  pero yo estaba mirando a su amigo, que se había dado vuelta para observar a dos chicas que pasaban a su lado.
Traía la camiseta en la mano y el pantalón arremangado, evidentemente no venía preparado para un día de playa. Por detrás de las gafas de sol me miró y sonrió, le devolví la sonrisa mientras Mario nos presentaba.
Hasta ahí era para mí un chico más. No podía negar que sumamente atractivo,  ya que su pecho perfecto y su sonrisa deslumbrante no dejaban lugar a dudas, pero no tenía nada especial. Entonces se agachó a mi lado y, quitándose las gafas, extendió su mano.
–Alejandro–dijo.
Cuando me encontré con sus ojos sentí que me derretía. Literalmente, fue como si yo estuviera hecha de helado y el sol empezara a disolverme.
–Alicia– alcance a decir antes de desaparecer completamente.
El sostuvo mi mano solo unos segundos pero ese breve contacto termino de sellar a fuego lo que yo sentía.
Pasamos el día conversando, jugando y disfrutando del sol.
Nada especial, ni siquiera una leve preferencia por mí, solo la atención que se da a una persona que recién se conoce.
Comenzamos a salir juntos, no solos, sino con unos cuantos chicos y chicas más, entre los que estaban Chloe y Mario.
Después de unas semanas me invitó al cine, solo a mí, y ahí empezó, lo que podría llamarse una relación más cercana.
La tercera vez que salimos juntos, me besó. Al despedirnos, frente a mi puerta, se acercó, tomó mi cara entre sus manos y me dio un delicioso beso. Luego se fue, como si nada hubiera pasado.
Si existía alguna duda de lo que yo sentía, en ese momento se disipó: estaba total, estúpida y asombrosamente enamorada de él. Para mí era perfecto en todo sentido y lo único que deseaba era estar a su lado para siempre.
Esa noche soñé despierta durante horas con un romance perfecto, veladas a la luz de la luna y románticas caminatas a la orilla del mar. Todos mis sueños adolescentes comenzaron a tomar forma.
Pero a los pocos días, entendí que ese beso no había significado para él lo mismo que para mí.
En el parque de la universidad lo vi sentado en el césped junto a una preciosa morena, y, como para que no me quedaran dudas, la besó frente a mis propios ojos. Por supuesto él no me había visto.
Fue entonces cuando comencé a despertar de mi sueño y a escuchar lo que se decía de Alejandro: seductor, mujeriego, adorable, tenía a todas las chicas detrás de él y jugaba con todas. O sea que yo había sido “una más”.
Entonces se sumó la humillación al dolor que ya sentía.
No solo él no me amaba, sino que además me había tratado como a las otras. Eso sí que no podía soportarlo, y fue en ese momento que mi orgullo herido me dio la fuerza para hacer lo que hice.
Yo no iba a permitir que él me usara así, no, de ninguna manera.
Le iba a demostrar que yo no era como las otras y, lo más importante, le iba a enseñar a amarme.
Puse mi plan en ejercicio casi inmediatamente.
No me mostré ofendida, ni le dije absolutamente nada respecto a lo que había visto, solo esperé. Y la oportunidad perfecta llegó.
Unas semanas después me invitó a salir, tomamos algo, fuimos a bailar, y al acompañarme a casa, de camino, nos sentamos en el parque “a la luz de la luna”.
Por supuesto, se acercó a mí, primero comenzó a jugar con mi pelo, luego se acercó un poco más y entonces, se inclinó para besarme. Lo dejé llegar casi junto a mi boca, y en ese momento puse una mano sobre su pecho.
Me miró con aire inquisitivo.
–No–dije.
Frunció el ceño y se apartó.
–¿Por qué? –y volvió a acercarse.
Me puse de pie y caminé unos pasos.
–¿Qué sucede? –dijo, algo molesto.
–No me siento cómoda con esto, Alejandro, lo siento.
Se levantó y mientras me seguía dijo:
–¿Por qué? Creí que habías disfrutado como yo la última vez.
Sonreí.
–Sí, es verdad…pero…
–¿Qué?
Me detuve y me volví, enfrentándolo.
–Soy un poco anticuada, no me gusta besar a alguien porque sí. No sé, quizás no lo entiendas…
–Lo entiendo perfectamente–dijo asintiendo–, yo pienso igual.
–Mira, acepto que para ti esté bien salir con varias chicas al mismo tiempo, y no comprometerte con ninguna, no te juzgo, enserio. Pero yo no soy así.
Entrecerró los ojos mirándome. Seguramente estaba pensando cómo sabía yo eso.
–Alicia, no somos novios, solo nos estamos conociendo.
Sonreí.
–Es verdad y no hay problemas con eso. Pero sin besos. Podemos ser amigos, salir juntos, divertirnos. De esa manera tu tendrás tu libertad y yo la mía.
Se sintió desconcertado, pero no supo que decir para tratar de convencerme, tal vez me vio demasiado decidida.
Después de ese día no me llamó por casi tres semanas. Lo crucé algunas veces en la universidad, nos saludamos de lejos, pero nada más. Supongo que me estaba probando.
Aunque lo echaba muchísimo de menos, aguanté estoicamente la situación.
Cuando había pasado casi un mes volvimos a encontrarnos en el cumpleaños de un amigo. Se acercó, charlamos y yo me mostré adorable, pero en cuanto se me presentó la oportunidad me fui a hablar con otros amigos. Noté que me estudiaba desde lejos.
Así seguimos por casi tres meses, encontrándonos solo por casualidad. Ni él me llamaba, ni yo lo llamaba.
Al fin, una memorable tarde de invierno, al salir de una de mis clases, lo encontré de pie en el pasillo. Se notaba que me estaba esperando. Me acerqué a saludarlo, sonriendo, como si fuera un amigo querido al que no veía hacía tiempo.
Caminamos juntos por los corredores hasta mi siguiente clase, y antes de despedirse me invitó a salir juntos esa noche. Le dije que lo sentía, pero tenía que estudiar. Un poco perplejo reiteró la invitación para el sábado, y entonces, poniendo cara de pena le dije:
–Lo siento, Alejandro, imposible. Ya te llamo y quedamos para vernos otro día, ¿de acuerdo?
Me acerqué, lo besé en la mejilla y entré al salón de clases, dejándolo allí, sin el menor remordimiento.
Por supuesto, no lo llamé.
Dos semanas después, una noche que íbamos al cine con Chloe, Mario y dos amigos, llegó él también.
Me las ingenié para sentarme en el extremo opuesto, y aunque él, evidentemente, buscaba ocupar el asiento a mi lado, no pudo.
Al salir del cine, yo iba charlando con Chloe y él se acercó y se ofreció a acompañarme a casa.
Cuando quedamos solos soltó la pregunta que tenía atragantada:
–¿Por qué estás tan indiferente?¿Hice algo que te molestó?
–¿Indiferente? No, para nada–dije.
Me tomó de la mano y mirándome a los ojos dijo:
–No puedo estar así, sentirte tan lejos y sin saber qué te pasa.
–No me pasa nada, en serio. He estado muy ocupada, eso es todo.
–No mientas–dijo y acercó una mano a mi cara. Acarició mi mejilla y, tomándome de la cintura, se inclinó sobre mí.
Lo dejé, apenas rozar los labios, y me alejé.
–No, Alejandro, ya habíamos hablado de esto.
Vi su cara de desilusión.
–¿Todo esto es porque me viste besando a alguien?
–No tiene nada que ver con eso.
–No te entiendo, me estás alejando de ti por una tontería.
–No te estoy alejando de mí. Pero somos muy diferentes…
Asintió.
–De acuerdo–dijo, todavía mirándome–. Como quieras.
Y dándose la vuelta emprendió el camino de regreso.
Lo vi partir y me di cuenta que quizás todo se había terminado. Tal vez había estirado demasiado la cuerda…y la había roto. Pero ya había llegado hasta ahí, no podía abandonar ahora.
Así que no hice nada, solo esperé.
Esta vez fueron dos meses. Dos meses de sufrimiento, ya que él quería demostrarme lo que me estaba perdiendo y para eso se mostraba adorable con todas las chicas a mi alrededor, excepto conmigo. Para mí solo tenía sonrisas de compromiso y miradas frías.
Firme en mi decisión, seguí con mi plan. Cuando él me miraba con frialdad, yo le sonreía como si nada hubiera pasado entre nosotros, me mostraba amable, simpática y disfrutaba de mis otros amigos. Creo que cada día se sentía más desconcertado, y, aunque trataba de no dejarlo ver, yo podía darme cuenta. Una mirada aquí, un gesto allá, me daban la pauta de que no todo le era tan indiferente como quería hacerme creer.
Al fin una noche, en una fiesta de la universidad, se acercó a hablarme. Yo estaba sentada con Chloe y otras amigas pero él las ignoró y vino directamente hacia mí.
–¿Bailamos?–preguntó, y al mirarlo a los ojos recordé por qué estaba sufriendo por ese hombre. Cuando me miraba así, mi corazón saltaba enloquecido.
No respondí (ni siquiera podía hablar), solo tomé su mano y lo seguí hasta donde se encontraban las demás parejas.
Me apretó contra su cuerpo y sentí que aspiraba mi perfume.
–¿Por qué me haces sufrir así? –dijo apoyando su mejilla en mi pelo– Sabes lo que siento por ti.
–No, no lo sé–dije.
Rió.
–Desde que te vi por primera vez lo único que quiero hacer es besarte.
Me quedé en silencio, esperando. Quería que su confesión fuera completa.
–¿Me estás castigando?
–¿Castigando? ¿Cometiste alguna falta?
–Enamorarme de ti…
Lo dijo despacio y casi en mi oreja. Sentí que me estremecía de pies a cabeza y todo empezó a dar vueltas. No era solo la música, o sus brazos alrededor de mi cuerpo. Él me embriagaba hasta el punto de hacerme perder la noción de lo que pasaba a mi alrededor.
Bajó lentamente su cara, rozando la mía, hasta que sus labios se detuvieron en la curva de mi mandíbula.
Me di cuenta que yo estaba conteniendo la respiración.
–¿Y tú? ¿Qué sientes tú? –preguntó, acariciando con su aliento mi cuello.
Suspiré y me alejé lo suficiente como para mirarlo.
–No estás enamorado, Alejandro. Es solo deseo–y clavé mis ojos en los suyos.
Primero pareció sorprendido al verse descubierto, luego confuso. Pero se repuso de inmediato.
–El deseo y el amor van de la mano–dijo y sonrió.
–Ja…–fue mi único comentario, mientras me apartaba de sus brazos.
Me tomó de la mano, obligándome a mirarlo.
–¿Qué quieres? Te dije que estaba enamorado.
–Quiero algo más que palabras.
–Yo también…–y volvió a sonreír.
Traté de contener la risa.
–No sigas intentándolo. Si lo que buscas es sexo, conmigo vas muerto.
Se sintió desilusionado, pero no por mi respuesta sino porque pensara eso de él. Sin embargo ocultó todo bajo una mirada desafiante.
–O sea que tu buscas amor. “El amor verdadero” –dijo subrayando la frase con un gesto en el aire.
–¿Te parece ridículo?
–Anticuado.
–Cierto–dije–. Así soy yo– y encogiéndome de hombros me alejé de él.
Esa noche no volvió a acercarse a mí. Y me di cuenta que prefería perderlo a tenerlo solo con esa perspectiva.
¿Qué quería yo? ¿Realmente creía en el amor verdadero, ese que dura para siempre?
En realidad nunca había pensado demasiado en eso, yo solo quería pertenecer a alguien, ser necesitada, única.  Sí, sin duda quería algo más que ser una de tantas.
Me fui a casa creyendo que todo había terminado.
Sin embargo fue el comienzo de algo totalmente distinto.
El lunes siguiente nos cruzamos en la universidad, me saludó, charlamos y me dijo que me esperaría para acompañarme a casa.
Durante el camino hablamos, y se mostró abierto, sin esa pátina de seductor que lo acompañaba casi siempre. Me agradó su cambio, y pensé si no estaría poniendo en práctica un plan para lograr lo que realmente quería.
Pero los días pasaban y él seguía igual. Empecé a conocerlo mejor y me parecía que me mostraba al verdadero Alejandro, simple, tierno y no tan seguro de sí mismo como aparentaba.
Me gustaba descubrir que no era perfecto, ni se creía perfecto, era un chico común, que quería ser aceptado, como cualquier otro.
Llegamos a hacernos buenos amigos, a disfrutar realmente el tiempo que pasábamos juntos. Con el paso de los días me di cuenta que con él podía ser yo misma, y dejé de fingir, dejé de esforzarme por hacerle creer que él no me importaba.
Habían pasado seis meses desde que nos habíamos conocido, no había vuelto a hablarme de besos, ni de nada parecido, ni había intentado conquistarme.
Pero era justamente eso lo que había logrado. Si antes creía estar enamorada de él, ahora lo sabía con seguridad: Él era todo lo que yo quería en mi vida.
Y una noche, de esas mágicas, cuando hasta las estrellas parecen brillar más, al fin todo pasó.
Volvíamos del cine, habíamos ido en grupo, como tantas otras veces, y luego caminamos hasta casa. Él parecía pensativo, algo triste.
–¿Estás bien? –pregunté.
Asintió y sonrió sin mirarme.
–No parece–agregué.
Movió la cabeza.
–No, no estoy bien. Me estoy dando cuenta que los errores se pagan caros.
No sabía que era lo que quería decir. ¿Estaba hablando de mí? No me atreví a preguntárselo.
–Sí, eso es verdad–respondí–. ¿Qué gran error has cometido?
Me miró, y esa mirada, tan llena de tristeza me conmovió hasta los huesos.
–Creerme muy listo, jugar con quien no debía…
–¿Una chica?
Bajó la vista y metió las manos en los bolsillos del pantalón.
–“La” chica–dijo, y yo empecé a temblar.
–¿Qué tiene ella de especial? –inquirí sin mirarlo.
–Es…no sé, tiene algo que nunca había encontrado en ninguna persona. Me hace sentir…bueno…
No esperaba esa respuesta. Imaginaba que diría algo como: “Es especial”, “Es diferente”, “Me hace vibrar”…Todas esas frases hechas que podrían adaptarse perfectamente a un seductor como él, pero su respuesta me dejó sin palabras.
–¿Sabes lo que quiero decir?
Asentí.
–Y tal vez…
–¿Qué? –pregunté.
–Tal vez ya es tarde, ya la he desilusionado demasiado.
Me detuve y tomé su mano entre las mías.
–Pregúntale–dije, y al levantar mi cara encontré sus ojos mirándome.
Sonrió y se acercó más a mí.
–¿Puedo? –preguntó inclinándose sobre mi boca.
–Sí.
Y me besó. Y me encantó su beso y me elevó hasta las estrellas. Fue un beso diferente, que pedía permiso, casi con timidez, pero el más dulce que yo había recibido jamás.
Y sí, había comenzado nuestro tiempo juntos, nuestro verdadero tiempo juntos.
Él realmente se había convertido en otra persona, y yo me sentía totalmente feliz. Quizás en parte era el orgullo de “haberlo logrado”, haberlo cambiado, porque él había cambiado por mí.
La ilusión duró casi un año. Un año en el que no existieron nada más que él y yo en nuestro mundo. Sin duda el año más feliz de mi vida…
Luego empezaron a meterse “otras”, poco a poco, pero por su puesto yo no quise darme cuenta.
Hasta aquella tarde cuando tuve la desventurada idea de ir a sorprenderlo a su cuarto de estudiante y al abrir la puerta lo encontré con una de sus compañeras de clase. Sus caras de sorpresa, mi cara de incredulidad. El dolor al entenderlo todo, y al aceptarlo al fin… Ahora podía recordar también todo eso, y la rabia que me oprimía el pecho era casi tan intensa como aquel día.
Luego, vino la angustia al entender que todo se había terminado para mí. Sus llamadas, tratando de darme explicaciones y justificaciones que yo no quería escuchar. Los reclamos de mis amigos que me pedían que no fuera tan dura.
Y lo más triste, sus ojos húmedos pidiéndome perdón mientras yo le decía, sin derramar una sola lágrima, que no volviera a acercarse a mí.
Recordé la terrible desesperación que sentí cuando,  meses después, él se mudó a otra ciudad y la impotencia al entender que no podía olvidarlo, que hiciera lo que hiciese me sentía cada día más triste y más sola.
Y así los meses se habían convertido en años, y casi me había acostumbrado a vivir con el inmenso hueco que él había dejado en mi corazón.
Pero ahora, después de cuatro años, dos meses y dieciocho días, él había vuelto, y con su sonrisa perfecta y su fascinante mirada, me había pedido otra oportunidad.
¿Estaba yo dispuesta a dársela?


 CAPÍTULO 4

A la mañana siguiente estaba agotada y con un humor de perros. Había dormido apenas unas pocas horas y terriblemente mal.
Llegué al laboratorio tarde, Edgard ya estaba allí esperándome impaciente.
Traté de hacer a un lado a Alejandro y me concentré en mi trabajo.
Después de encender las cámaras y preparar todo el equipo de grabación, activamos el rayo.
Observé el agujero atentamente.
–¿Qué hay del otro lado?
–¿Qué quieres decir?–preguntó Edgard distraídamente.
Me incliné tratando de mirar por la pequeña ventana circular que se había abierto en el espejo.
–¿Crees que lo que vemos es solo un reflejo?
–Por supuesto, ¿qué más podría ser?
Me enderecé y caminé por la habitación.
–¿Y si hay algo del otro lado?
Edgar se volvió y, dejando los papeles que tenía en la mano, se acercó a mí.
–Alicia, no hay “otro lado”
–¿Es solo un reflejo?
–No lo sé…
–¿El reflejo de ésta habitación?
–No lo sé–repitió– Son solo conjeturas, debemos limitarnos a lo que vemos…
–Algo que vemos es el agujero. Tú y yo sabemos que el espejo se ha desintegrado en esa parte.
–No se ha desintegrado, se ha modificado.
–Pero las cosas desaparecen dentro de él.
Negó con la cabeza.
–No desaparecen…
–¿No?–dije–¿Cómo explicas que podamos meter una pinza de treinta centímetros?
–¿Qué quieres decir?
–Que la pinza va a parar a algún lado…
Enarcó las cejas, y comenzó a reír.
–¿Estás hablando en serio?
Lo miré sin responder.
Sin agregar nada más me tomó de la mano y me llevó hacia el costado de la habitación, frente al lateral del espejo.
–Mira bien. ¿Qué ves?
Hice una mueca
–El borde del espejo.
Edgard asintió.
–¿Cuántos centímetros mide? –me encogí de hombros.
–¿Dos?–dije.
–Exacto. No puede haber “otro lado” porque el espejo tiene dos centímetros de espesor.
–¿Y qué me dices de la pinza? Tiene más de dos centímetros…
–Eso aún no lo sé–dijo volviendo junto a los ordenadores.
Lo seguí y me detuve ante el agujero.
Respiré profundamente y, sin dudarlo deslicé la mano por la abertura.
Me había quitado el guante, y lo primero que sentí fue frío, un frío intenso, como si la estuviera metiendo en el agua helada.
Adelanté la mano y la introduje hasta llegar a la altura del codo,  la deslicé hacia un lado y hacia el otro. De pronto sentí que algo rozaba la punta de mis dedos. Espantada retiré la mano y di un paso atrás.
Una Alicia muy pálida me miraba temblando desde el espejo. A su lado, un Edgard, igual de pálido, congelado en su lugar, me observaba con la boca abierta.
–Mejor que empieces a hacer cálculos–dije alejándome–. Tienes que encontrar una explicación de lo que está pasando aquí.
Ese día trabajamos hasta muy tarde, pero no descubrimos nada nuevo.
No había muchos estudios o experiencias relacionadas con espejos y rayos láser, y, por supuesto, nada ni remotamente parecido a lo que nosotros habíamos descubierto.
Meses atrás nuestros ayudantes se habían pasado semanas buscando en todos los archivos a los que habíamos podido acceder y no habían encontrado nada, absolutamente nada.
Sobre las diez de la noche decidimos irnos a descansar. Estábamos agotados, literalmente ya no podíamos seguir pensando.
Me fui a casa caminando. Necesitaba despejar mi mente y nada mejor que un paseo por las calles heladas de la ciudad ya dormida.
Iba a cruzar en una esquina, cerca de mi apartamento, cuando un coche se detuvo junto a la acera haciendo que me sobresaltara.
–¿Puedo llevarte?–escuché desde adentro. Mi corazón dio un salto.
Estaba atrapada. No podía seguir caminando como si no lo hubiera escuchado, y tampoco podía decirle simplemente “No”.
Me incliné hasta ver su cara.
–Estoy a unos pocos metros de casa…
–Ya lo sé, sube.
Suspiré y, resignada, abrí la puerta del coche.
Me sonrió y  aceleró incorporándose a la callada carretera.
–¿Qué estás haciendo por aquí a estas horas?–pregunté, sin preámbulo.
–Creí que terminabas más temprano.
–Sí, generalmente salimos a las ocho–entonces me di cuenta y lo miré– ¿Estuviste esperándome todo este tiempo?
Sonrió mientras giraba a la derecha.
Traté de disimular la desconcertante ternura que estaba sintiendo y desvié la vista hacia la calle oscura.
–Creí que podríamos charlar…
Me volví hacia él. “Detente aquí, Alicia” decía mi yo sensato, “Él no es este solitario muchachito de ojos dulces que ruega por un poco de compañía… ¡Él es el mujeriego miserable que te engañaba delante de tus propias narices!”
Suspiré.
–No creo que sea una buena idea–dije.
Detuvo el motor y se volvió para mirarme.
Sus ojos eran no solo dulces, sino también increíblemente hermosos. Hizo una mueca y sonrió.
–Lo entiendo.
A pesar de mi rabia, su cara de desilusión me dio pena.
–Estoy agotada, Alejandro, ha sido un día muy duro–y el recuerdo de ese roce en mi mano dentro del agujero me hizo estremecer.
–¿Quizás mañana? Podríamos tomar un café…
Negué con la cabeza.
–No sé a qué hora voy a terminar.
–No importa–dijo–. Te esperaré.

                                                      

Al día siguiente, en vez de encender el láser, nos quedamos hasta el mediodía discutiendo sobre lo que había sucedido.
La sensación en ese brevísimo instante dentro del espejo había sido extraña. Quizás meter la mano en ese orificio desconocido no era tan terrible como la impresión de algo tocándome.
Edgard había tenido la idea de usar una cámara de fibra óptica. Podríamos meterla en el agujero y ver lo que había allí dentro sin necesidad de arriesgarnos a sufrir algún accidente. A pesar de mi aparente valentía, estuve de acuerdo, de manera que sobre las tres de la tarde estábamos preparados para descubrir que había realmente allí.
–Empiezo a grabar, vamos a hacer una prueba–dijo Edgard sentado frente a uno de los ordenadores.
Tomé el cable y comencé a desenrollarlo. Quería introducir la cámara todo lo que nos permitiera el agujero, era un cable semirígido de modo que podía moverlo controlando un poco la trayectoria.
En la pantalla podía verse parte de la habitación y el espejo bailando al compás de mis movimientos con el cable.
–Quédate quieta un segundo, quiero ver si la imagen es nítida.
Me detuve y miré hacia el ordenador. Acerqué la cámara a mi cara y saqué la lengua. Edgard sonrió.
–¿Estas lista?
Asentí y me acerqué al espejo.
Con cuidado puse la cámara justo frente al agujero. La imagen que aparecía en la pantalla era un enorme primer plano del foco de la cámara.
Lentamente comencé a acercarme al espejo, hasta que la cámara lo atravesó.
Seguí empujando, introduciendo el cable con cuidado.
Me di cuenta que estaba temblando. Miré hacia el ordenador para ver qué era lo que la cámara estaba grabando. Nada, no se veía absolutamente nada, solo un espacio negro llenando la pantalla.
–Gírala a la derecha–dijo Edgard.
Hice lo que me decía, luego hacia la izquierda y después hacia abajo.
Continué metiendo el cable, habíamos hecho marcas para tener una noción de cuán lejos estábamos llegando. Ya llevábamos un metro de cable dentro.
Vi que Edgard me observaba. Un metro y medio. Dos.
–¿No se habrá apagado la cámara? –pregunté.
Edgard negó con la cabeza. La imagen que nos devolvía la pantalla era el negro absoluto. Oscuridad. Eso era lo único que había dentro del espejo.
Tres metros.
El cable medía aproximadamente diez metros, lo miré con preocupación pensando si sería suficiente.
–¡Mira!–dijo Edgard.
Podíamos ver en el ordenador una suave claridad, como si hubiera algo en el centro de la pantalla.
Me quedé quieta observando.
Edgard me miró.
–¿Sigo adelante?–pregunté.
–Sí, pero despacio.
Avancé centímetro a centímetro. La imagen iba ganando nitidez a medida que la cámara se acercaba. Lo que veíamos parecía una habitación. Podíamos distinguir primero una pared de fondo, luego parte del techo, y algo más.
Sí, sin duda era una habitación. Una pared blanca, una mesa, siluetas de ordenadores y…
Se me escapó una exclamación.
–Es esta habitación–dijo Edgard, casi susurrando.
–Eso es imposible. He metido el cable más de seis metros.
Empujé y noté un poco de resistencia, como si la cámara estuviera chocando con algo.
Ahora sí podíamos ver claramente que era nuestro laboratorio. La cámara enfocaba el extremo de la derecha, donde estaban las carpetas de los proyectos apiladas, y dos monitores.
–No puedo seguir, algo me impide continuar…–empecé a decir mientras movía la cámara hacia la izquierda.
El campo de visión se amplió un poco y entonces fue Edgard el que gritó.
–¡Qué es eso!
Volví la cabeza hacia él y observé la pantalla. La cámara estaba grabando a alguien que se encontraba muy cerca, inclinado hacia abajo. Levanté el cable un poco, todo lo que me permitía el agujero, y me encontré con espanto mirando mi propio rostro.
La cámara se movió hacia atrás cuando yo retrocedí sorprendida.
–No, Alicia, no la sueltes–dijo Edgard al verme alejarme del espejo.
Volví sobre mis pasos y empujé un poco más, la cámara cedió y siguió avanzando.
Atentos a la pantalla empezamos a ver con claridad la habitación en la que nos encontrábamos. Vi mi brazo y parte de mi rostro y más atrás a Edgard sentado junto a la mesa.
Él observaba el monitor atentamente y yo, con la cabeza inclinada hacia el costado, trataba de no perderme detalle de lo que se veía en la pantalla. La cámara que habíamos conseguido tenía una excelente definición, de modo que casi podía distinguir los poros de mi piel. Empujé más y el aparato fue acercándose a la mesa.
Sentí un roce en el brazo y, alejando la vista de la pantalla, incliné la cabeza hacia abajo.
La impresión fue tal que solté el cable y di un salto hacia atrás pegando un grito. Edgard me miró sorprendido y cuando dirigió la vista hacia el espejo, se quedó mudo.
Asomando desde dentro del espejo por el agujero, se encontraba una cámara de fibra óptica, junto al cable que estábamos introduciendo.
–¿Es…Es nuestra cámara? –pregunté tartamudeando mientras miraba el aparato con aprehensión.
Edgard se puso de pie y se acuclilló a mi lado. Se estaba poniendo un par de guantes.
–¿Piensas que en algún punto el cable se dobló y volvió hacia aquí?
–No lo sé, no me pareció, pero…
Edgard tomó la cámara y tiró unos centímetros, el cable se introdujo un poco más en el agujero, como si algo estuviera tirando de él.
–Sí, obviamente es nuestra cámara.
Volví a tomar el cable y empujé unos cuantos centímetros más. La cámara se movió en la mano de Edgard. La soltó y la dejó. La vimos avanzar.  Entonces tiré del cable, y la cámara volvió hacia atrás, hacia el agujero.
–Definitivamente el cable se dobló o…
Y Edgard se quedó mirándome como en trance.
–¿O qué?
Se puso de pie, y con una sonrisa de revelación que iluminaba su cara, dijo:
–O simplemente el espejo nos está devolviendo la cámara. Es un espejo…
–Ya…No entiendo…
–Es un espejo, Alicia. Si te pones delante, te devuelve tu imagen, si logras meter algo dentro, te devuelve lo que has metido…
Solté la cámara y me alejé del agujero, me sentía frustrada y enojada. ¿Solo eso?
–Digamos que no es muy usual meter cosas dentro de un espejo, ¿no?
Edgard se fue a sentar a su ordenador y empezó a escribir, estaba encantado con su nueva hipótesis.
–No, de hecho creo que nadie lo ha logrado hasta ahora, pero el espejo no lo sabe, él actúa de acuerdo a aquello para lo que fue creado…
Me miró
–¿Desilusionada?
Hice una mueca.
–Esperaba llegar a algún lado.
Él se puso de pie.
–Bueno tenemos unos seis o siete metros de cable ahí dentro. Eso es el “otro lado” que tú estabas buscando.
Asentí y comencé a tirar del cable. La cámara fue deslizándose hacia atrás, hasta quedar en el borde del agujero otra vez.
–Espera–me detuvo Edgard–. Quiero grabar lentamente el camino de regreso, quizás podamos darnos cuenta qué es lo que pasa.
–De acuerdo–dije y empecé a tirar con lentitud.
La cámara se introdujo en el agujero poco a poco, hasta que solo pudimos ver el lente. En la pantalla del ordenador se observaba la habitación de fondo y un primer plano de mi brazo.
–Avanza–dijo Edgard.
Tiré un poco más, y desapareció en el agujero. Poco a poco la imagen fue perdiendo nitidez hasta convertirse en una tenue claridad.
–Espera–dijo mi jefe–¿Cuántos metros de cable tenemos dentro?
Miré la marca más cercana.
–Seis–respondí.
–Si el cable se dobla son unos tres metros de oscuridad y si el espejo solo nos está devolviendo la cámara…–dijo mirándome.
–… son seis metros… ¿Seis metro de qué?
Me encogí de hombros.
–Seis metros de algo por descubrir– dije, y comencé a tirar del cable otra vez.

                                                                      

Volvimos a mirar la grabación una vez más con la primera hipótesis en mente: el cable se doblaba a los tres metros. Ya era la tercera vez que la mirábamos tomando el tiempo, analizando los minutos dentro del agujero, mientras buscábamos el instante en que el cable volvía. Pero nada parecía indicar que eso sucediera. La cámara avanzaba en línea recta hasta el momento en que había sido detenida por el mismo espejo cuando ya podíamos ver la imagen de nuestro laboratorio. Y nos habíamos dado cuenta que simplemente estaba chocando contra el espejo, hasta que encontró el agujero y pudo atravesarlo. Es decir que la hipótesis de Edgard era la más acertada: el espejo nos devolvía lo que en él introducíamos.
También habíamos entendido por lo menos dos cosas:
Primero, el agujero solo se limitaba al espejo. Detrás de él esos metros de materia desconocida se extendían hacia derecha e izquierda y hacia abajo. ¿Cuánto? No lo sabíamos, podían ser tanto unos pocos metros como una distancia infinita.
Segundo, y era lo más excitante, si podíamos agrandar el agujero podríamos, quizás, introducir algún otro tipo de aparato que nos permitiera descubrir qué es lo que pasaba allí que hacía que los elementos volvieran.
Debo admitir que lo que a mi realmente me seducía era la posibilidad de entrar yo misma y averiguarlo.
Terminamos de trabajar y después de cambiarme salí a la calle poniéndome la chaqueta, hacía mucho frío. Antes de llegar a la esquina, lo vi. Estaba apoyado en el escaparate de la casa de comida china que estaba frente a la universidad. Había olvidado completamente que vendría a buscarme. Miré la hora: las nueve.
Se acercó caminando despacio, esperando que yo llegara hasta él. No pude evitar recordar otros encuentros, y algo nostálgico, doloroso y triste, se instaló en mi corazón.
–Hola–dijo y buscó mis ojos.
–¿Hace mucho que esperas?–pregunté.
–No, no mucho–y agregó–. Tengo el coche aquí a la vuelta.
Caminamos en silencio esos pocos metros.
Me senté a su lado.
–Alejandro…–empecé a decir.
–Solo un café–suplicó, adivinando mis pensamientos.
Y así fue. Solo un café, al que siguió otro, y otro más.
Aunque al principio todas mis defensas estaban erigidas, protegiéndome, poco a poco fueron cediendo. Y a pesar de que seguía mostrándome fría y solo estábamos charlando, creo que él sabía lo que estaba pasando dentro de mí. Me conocía demasiado bien como para ignorarlo.
–Entonces han comenzado juntos un negocio propio–dije refiriéndome a él y a su hermano–. Creo que les irá muy bien.
–Eso espero–señaló jugueteando con la cucharilla de café–. He invertido todo lo que tenía en este proyecto.
Sonreí.
–Las cosas buenas merecen cualquier sacrificio–comenté.
Levantó los ojos y miró directamente a los míos. Me sentí sobrecogida por esa mirada.
–Hace mucho dijiste lo mismo.
–¿Si?
–Hablando de nosotros–añadió.
Desvié la vista.
No contesté. No le iba a dejar avanzar en esa dirección.
–¿Quieres otro café? –preguntó al fin– ¿O mejor vamos a cenar?
–Es muy tarde–respondí.
No insistió.
–De acuerdo, te llevo a casa.
Condujo en silencio, y yo me limité a mirar la carretera, mientras los recuerdos me invadían implacables. Tantos pequeños detalles que creía haber olvidado: la cicatriz encima de su ceja derecha, la manera en que apoyaba los brazos sobre la mesa elevando ligeramente los hombros, el sonido de su risa.
Detuvo el coche y se volvió hacia mí.
–Alicia, tengo que decirte algo.
No quería mirarlo, y tampoco quería escucharlo.
–Quiero que sepas que nada ha cambiado para mí. Estar otra vez aquí es como…
–No sigas–dije–. Por favor, no sigas.
Bajó la cabeza asintiendo, y una imperceptible sonrisa curvó sus labios.
A pesar de todo lo que había renacido en mí con ese encuentro, llegué a casa y me dormí al instante.
Me desperté en medio de la noche con una idea fija.
Tomé mi teléfono móvil y llamé a Edgard.
–Alicia…te odio–dijo adormilado.
–¿Por qué el espejo nos devolvería los objetos? Eso no es lógico, Edgard.
–No tengo idea…–comentó entre bostezos.
Me senté en la cama y encendí la  lámpara.
–Necesitamos entrar ahí... –exclamé decidida.
Silencio.
–¡Edgard!
–Alicia, quiero dormir. Lo hablamos mañana–dijo y cortó la llamada.

A la mañana siguiente estaba allí desde muy temprano.
–¿Por qué no podemos agrandar el agujero? –pregunté apenas lo vi llegar–. Lo hemos intentado de todas las maneras posibles.
Edgard se acercó al cristal y tocó la superficie con la punta de los dedos.
–No tiene nada que ver la intensidad de la luz–dijo.
–¿Entonces?
Me miró a través del espejo.
–Quizás deberíamos usar algún filtro…
Fruncí el ceño.
–¿Un filtro? ¿Un filtro óptico?
Negó con la cabeza, sonriendo.
–El filtro espacial de Fourier… ¡Eres un genio!
Y corrí a abrazarlo.
–Anoche no pude volver a dormir–dijo con una mueca–. Así que me levanté y estuve tres horas en el ordenador buscando una salida.
Nos pusimos manos a la obra inmediatamente.
Generalmente ese aditamento se utilizaba para filtrar la salida de un rayo láser, pero lo que se conseguía también era crear un punto de luz rodeado de aros concéntricos, y eso era lo que nos interesaba a nosotros. De esta manera los veinte centímetros de diámetro del agujero inicial podían transformarse en el triple o más.
Logramos nuestro objetivo casi a las doce de la noche, estábamos exhaustos, pero cuando vimos que el agujero se agrandaba más y más hasta llegar a medir casi un metro de diámetro, desapareció todo el cansancio.
–¡Esto es increíble, Edgard!–dije caminando eufórica frente al espejo, y agregué–. ¡Entremos!
Me miró con los ojos muy abiertos.
–Ni se te ocurra…–comenzó a decir, pero yo ya estaba levantando una pierna sobre el borde del agujero. Me agaché un poco para no rozar los límites y, sin pensarlo dos veces, me metí dentro.
El grito de Edgard me hizo volver la cabeza.
Continuaba sentado junto a uno de los ordenadores y me observaba estupefacto.
Sonreí, y le di la espalda.
El reflejo de la luz de la habitación atravesaba el espejo y daba cierta claridad al lugar, pero no podía ver más allá de treinta o cuarenta centímetros, luego la oscuridad era completa.
Estiré el pie y tanteé el suelo, de pronto me espantó la idea de caer al infinito. Noté algo sólido, extendí el pie, rozando la superficie a mi alrededor y noté que era firme y continua.
Me acuclillé y toqué el piso con los dedos. Se notaba rugoso y parecía negro, igual que todo el espacio que me rodeaba.
Miré una vez más hacia atrás, Edgard aún me observaba con espanto. Suspiré y volviendo la cabeza al frente di un paso en la penumbra.
Con esos pocos centímetros de separación del espejo me introduje en una oscuridad aún más densa, casi lo único que podía ver era el vaho que salía de mi boca al respirar y que se disipaba rápidamente en la negrura que me envolvía. Noté que el corazón me latía rápidamente, aunque sabía que lo que estaba haciendo era una locura, aun así me sentía excitada. Tenía miedo, sí, pero eso aumentaba mi osadía.
Volví a deslizar el pie a mi alrededor y di otro paso.
Ahora la oscuridad era total. Parecía que el aire se iba volviendo más denso, y aunque no me costaba respirar, tenía esa sensación en la piel, como cuando se camina entre la niebla helada.
Un paso más. Me detuve y volví la cabeza.
Nada, no veía nada a mis espaldas. Ni rastros del espejo, ni de Edgard ni de la habitación. Estaba rodeada de completa negrura, pestañeé y abrí más los ojos tratando de distinguir algo en la espesa penumbra.
El pánico se apoderó de mí y de pronto no quedó ni rastro de mi valentía. Siempre me había considerado una persona osada pero en ese momento la sensación de desamparo fue tal que creí que empezaría a llorar.
–¡Edgard!–llamé.
Silencio.
–¡Edgard! ¿Puedes escucharme?
Retrocedí un paso hacia el espejo. No podía ver ni siquiera el contorno de mis piernas.
–Edgard…
Noté que un gemido de angustia comenzaba a subir a mi garganta.
Con pies temblorosos me giré y avancé un paso más.
–¡Edgard! ¿Estás ahí?–mi llamado sonaba a ruego desesperado.
Entonces escuché desde muy lejos.
–Alicia…
Aliviada di otro paso. De pronto, como si emergiera de una densa bruma, puede ver la claridad de nuestra habitación.
Un paso más y ya estaba junto al agujero. Miré hacia atrás, la penumbra llenaba cada milímetro a mi alrededor volviéndome completamente ciega.
Me incliné y atravesando el espejo, penetré en la habitación.
–¿Lo ves? –dijo Edgard mientras me ayudaba a salir–El espejo nos devuelve las cosas…
–¡¿Qué estás diciendo, Edgard?! –y me desplomé en una silla tratando de tranquilizarme–. Volví porque entré en pánico.
–¿Volviste? ¿De dónde?
Lo miré. Algunas veces era tan inteligente y otras…
–Caminé tres o cuatro pasos y…me asusté porque no podía ver nada, y te llamaba y no respondías… Así que di la vuelta y regresé hacia aquí.
Lo vi fruncir el ceño.
–¿Diste la vuelta? ¿Estás completamente segura?
Asentí.
–Eso cambia un poco las cosas, entonces. Porque no creo que la cámara haya entrado en pánico y decidido dar la vuelta…
Empecé a tratar de explicar a Edgard lo que había dentro del espejo. Él tomaba notas en el ordenador mientras yo hablaba.
Me di cuenta que no era muy coherente en lo que le contaba, las sensaciones eran confusas y me costaba expresar con palabras lo que había vivido en esos pocos minutos.
–¿Cuáles crees que son las dimensiones totales?
–Ni idea, la oscuridad es absoluta. Es como una espesa niebla oscura. No, en realidad es como si fuera… el vacío, la nada.
Me miró un instante y escribió un par de líneas.
–Pero tiene límites. Dijiste que notabas el suelo firme, bajo tus pies…
–Sí, es lo único de lo que estoy segura. Pero desconozco la altura, ni cuantos metros se extiende a derecha e izquierda.
–¿Cuánto caminaste?
–Tres…Cuatro pasos.
–¿Unos dos metros?
Asentí.
Me miró en silencio.
–¿Qué más?
Suspiré.
–Frío, mucho frío. Pero diferente… Es como si en ese lugar no pudiera penetrar el calor…o la luz. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Asintió.
–Podrías decir que más que oscuro o frío es la falta de calor o de luz.
–¡Exacto!, como si la luz y el calor nunca hubieran llegado allí–expliqué poniéndome de pie–. Y también parece que el tiempo avanza más lentamente y hasta creo que el aire es más denso… Me costaba caminar–agregué, pensativa.
Edgar escribía como un poseso todo lo que yo le decía.
–Debemos intentarlo otra vez–concluí tratando de hacer a un lado mi miedo–. En realidad aún no sabemos qué es lo que pasa allí dentro.
–¿Te animarías a entrar otra vez?
Dudé un instante.
–Sí–dije al fin.




 CAPÍTULO 5

Pero no volví a entrar.
Pasamos el día siguiente tratando de descifrar el inexplicable misterio de ese espacio denso, frío y oscuro que se extendía más allá del espejo. Ninguna de las interminables fórmulas de mi profesor lograba aclararnos nada, al contrario con cada posible solución surgían más y más dudas
El sábado llegó y nos prometimos no hablar hasta el lunes. Tampoco trabajaríamos en casa. Necesitábamos despejar nuestras mentes, relajarnos y descansar.
Aún seguía firme la idea de volver a entrar en el espejo, pero decidimos dejarlo para la semana siguiente. El estrés por el que estábamos pasando era demasiado intenso y los dos sabíamos que si no éramos capaces de desconectar, no podríamos continuar con el proyecto.
Por supuesto que era imposible no fantasear con lo que pasaría en el futuro, pero debíamos intentarlo.
Edgard pensaba irse a pasar dos días a su casa de campo, me invitó a acompañarlo, pero no me sentía cómoda ante la idea de estar metida entre él y su esposa durante dos días.
Decidí que me quedaría en casa. Limpiaría mi apartamento en la mañana, y luego, a la noche, me prepararía un delicioso chocolate caliente y miraría películas antiguas.
Me levanté temprano y me vestí con un jean viejo y descolorido, recogí mi cabello en una coleta y, después de poner mi música preferida, empecé con la limpieza.
Realmente mi “casita de muñecas” se limpiaba en poco tiempo, pero quería dedicarme a los cristales, al horno, todo eso que siempre iba dejando de lado.
A eso de las doce del mediodía sonó el timbre. Fui a abrir, dispuesta a ahuyentar al vendedor de turno, cuando me encontré cara a cara con Alejandro que me miraba sonriente desde la puerta de calle.
–Hola–dijo–, imaginé que estarías en casa.
Lo miré sin saber que decir recordando mi horripilante aspecto.
–Traje sándwiches–anunció mostrándome una bolsa de papel.
Imagino que se me escapó una mueca de fastidio, porque agregó.
–Ya sé que no es de buena educación aparecer sin ser invitado pero no me gusta comer solo.
Su cara de cachorrito abandonado me ablandó, como siempre. Por supuesto él lo sabía. Me conocía lo suficiente como para hacer el gesto exacto que provocaría en mí la reacción que él deseaba.
–Pasa–dije, mientras me quitaba los guantes de goma.
–¿No querrás quedarte aquí dentro? Hay un sol espectacular. Vamos a pasear.
Y antes que pudiera negarme, me tomó de la mano, llevándome afuera.
–Mira–dijo levantando la cara hacia el sol–. No podemos desperdiciar este día.
No sé si fue su mirada que me enterneció, un momento de debilidad o que simplemente quería estar con él. Pero sin dudarlo tomé la llave y cerré la puerta.
Subimos a su coche y sonriendo encendió el motor. Comenzó a sonar una de mis canciones favoritas, me miró y subió el volumen guiñándome un ojo.
Condujo en silencio por unos minutos hasta que salimos de la ciudad.
–¿A dónde vamos? –pregunté.
–No podemos comer en cualquier lugar–respondió.
Lo miré riendo. Y no pregunté nada más, simplemente me recosté en el asiento y dejé que me llevara adónde él quisiera.
Comencé a sentirme realmente bien, el día, la música, todo ayudaba a que empezara a relajarme.
Me volví y lo miré, su cabello se movía con el viento que entraba por la ventanilla abierta del coche,  despeinándolo. Una leve sonrisa se dibujaba en sus labios cuando me devolvió la mirada.
–¿Puedo decirte algo? –preguntó.
Asentí.
–Estás preciosa.
Sonreí también recordando mi atuendo.
Entonces, sin que lo esperara, apartó una mano del volante y tomó la mía.
Sentí un revoloteo que subía desde mi estómago hasta la garganta al notar sus dedos suaves sobre los míos.  Dejé que los acariciara, y di vuelta mi mano, para entrelazarla con la suya.
Aminoró la velocidad y saliendo de la carretera, detuvo el coche bajo unos árboles, junto al camino.
Lo miré. Me observaba sin decir nada.
Se quitó las gafas de sol, y, una vez más, me desarmó con su mirada. Se aproximó, hasta quedar a unos pocos centímetros.
–No te imaginas lo que te he echado de menos–dijo, y se acercó a mi boca.
Hacía más de cuatro años que yo no recibía un beso. Cuatro años en los que ningún hombre me había tocado, cuatro años en los que nadie había despertado en mi nada que se acercara en lo más mínimo a lo que sentía en ese momento.
Por supuesto, él no lo sabía, ni podía imaginar lo que yo estaba sintiendo.
Cada fibra de mi ser estaba vibrando recordándome que este era el hombre del que estaba enamorada. ¿Y yo había creído que sería posible olvidarlo?
Sus brazos me acercaron hacia él, dejándome casi sin aliento. Levanté una mano para acariciar su cabello y dejé que sus labios jugaran sobre mi cuello.
–Dime que no has dejado de amarme–dijo en mi oído.
No respondí, busqué su boca y me perdí en sus besos, una vez más.                              
Bajamos del coche tomados de la mano, caminamos entre los árboles  y nos volvimos a besar, una y otra vez.
Reímos, recordamos nuestros primeros días juntos, nuestras peleas, y las deliciosas reconciliaciones.
Después comimos y luego nos recostamos sobre la hierba.
–Fueron días oscuros–dijo de pronto.
Yo tenía mi cabeza sobre su pecho, y mientras acariciaba mi cabello, agregó:
–Sé que para ti fue doloroso, pero para mí también. No podía creer que termináramos así, que realmente todo se iba a acabar.
Me moví incómoda.
–No quiero que hablemos de eso…
–Pero tenemos que hablar. Yo…Fui un estúpido, me pudo mi orgullo. Debí haberla alejado en el primer instante que me di cuenta que se sentía atraída por mí.
Esperé a que continuara.
–Fueron cuatro años lamentándome por esos diez minutos.
Me di la vuelta, hasta quedar boca abajo, y lo miré.
–Dijimos que íbamos a empezar de nuevo, como si fuéramos personas nuevas.
Extendió los brazos y tomándome de la cintura, me acomodó encima de él.
–¿Vas a poder volver a amarme como me amabas?
–Nunca dejé de amarte–dije. Sonrió y me miró emocionado.
–¿Nunca?
Negué con la cabeza.
–Ni siquiera cuando te odiaba podía dejar de amarte.

                                                    

Cerré la puerta y sonriendo, me desplomé en el sofá.
Había sido una tarde inolvidable, exquisita y perfecta.
Me había dejado en casa para que pudiera ducharme y cambiar mi ropa, y en un par de horas me pasaría a buscar: me llevaría a conocer su nuevo apartamento.
Mientras me bañaba medité en todo lo que estaba pasando. Ni por un momento sentí temor. Todas las dudas y desconfianza habían desaparecido completamente. Sabía que él me amaba, y por supuesto, estaba segura de cuanto yo lo amaba.
Me daba cuenta que mi vida estaba cambiando y no terminaba de creer que al fin podría ser feliz.
Mientras secaba mi pelo, frente al espejo, tuve que reconocer que estaba resplandeciente. Realmente me veía hermosa y enamorada.
Elegí un vestido de flores rosadas y completé mi atuendo con un fino cárdigan de hilo.
Me asomé a la ventana justo cuando su coche se detenía frente a mi puerta.
Apenas me senté a su lado se acercó a besarme.
–Mmmmm…Hueles de maravilla–dijo.
–Tú también–contesté, y apoyé mi nariz en su cuello. Olía a jabón y loción para después de afeitarse. Se me escapó un suspiro y lo besé detrás de la oreja.
Rió y me atrapó otra vez entre sus brazos.
–¡Vamos!–dije apartándolo.
Me miró frunciendo el ceño y encendió el motor.
Fuimos a bailar, y luego a tomar una copa, y, después de medianoche, al fin me llevó a conocer su apartamento.
Estaba en el centro de la ciudad, en una de las calles principales.
Cuando entramos, sonreí. Era el lugar perfecto para él. Un solo ambiente, muy amplio, con suelos de madera y paredes blancas. En un extremo, detrás de una arcada enmarcada por tenues luces, estaba la cocina, pequeña y moderna.
Sobre una de las paredes laterales una escalera, también de madera, subía hasta la habitación. Podía ver desde abajo una gran cama, detrás de la barandilla de cristal.
Una puerta en el otro extremo,  seguramente el cuarto de baño y nada más. Eso era todo.
–¿Te gusta?–preguntó mientras dejaba las llaves del coche sobre el mueble que estaba junto a la puerta.
–Me encanta–dije sonriéndole.
–Por favor…–añadió señalando el sofá.
Me senté y noté que los nervios empezaban a hacer efecto.
Especialmente cuando lo vi acercarse con esa mirada.
–¿Quieres una copa?–preguntó sentándose a mi lado.
–No–dije–, ya bebimos demasiado.
–¿Qué quieres hacer?
Sonreía y me miraba desde su lugar sin tocarme.
Me puse de pie y caminé hasta la cocina.
–Prepararé café mientras me cuentas que has hecho durante estos cuatro años.
Empecé a buscar las tazas en las alacenas.
–Ya te lo dije–contestó desde el sillón–, echarte de menos. Sonreí.
–¿Y de qué vivías? Supe que estabas trabajando con una empresa importante.
Asintió.
–Sí, tenían proyectos realmente interesantes.
Puse el agua a calentar y me volví para mirarlo, apoyándome en la mesada de mármol negro.
–¿Y por qué regresaste?
–¿La verdad?
Asentí.
–Por ti.
Reí.
–No te creo.
Se puso de pie y caminó hacia mí.
–Decidí que debía dejar de mentirme y de tratar de olvidarte. Porque aunque a veces lograba sacarte de mi cabeza…no podía sacarte de aquí.
Y tomando mi mano la puso sobre su corazón.
–Era imposible.
Apoyó sus manos en la bancada, una a cada lado de mi cintura, y empezó a besarme.
El silbido del agua que hervía nos obligó a terminar el beso.
Se alejó sonriendo y empezó a llenar las tazas.
Bebimos nuestro café en silencio. Mientras lo miraba me di cuenta que la noche se estaba acercando peligrosamente a un final para el que aún no estaba preparada.
–¿Tienes hambre? –preguntó de pronto–¿Pedimos unas pizzas?
–Si–dije y recordé que no comía desde el mediodía.
Tomó el teléfono y mientras hablaba se acercó a la ventana.
Se había afeitado y, como siempre, su cabello lucía algo despeinado. Podía ver algunas arrugas nuevas en su frente, y sin duda estaba más fuerte y más grande. Sin embargo su sonrisa era la misma, sincera y fresca, y sus ojos, verdes, claros, luminosos, los mismo que me habían deslumbrado tantos años atrás.
Terminó de hablar y me miró, mientras  se sentaba a mi lado.
–¿Y qué has hecho tú estos cuatro años?
–¿Además de echarte de menos? –pregunté sonriendo– Llorar…
No sé por qué respondí así. Yo no era una persona dramática, y decididamente no me gustaba dar pena. Pero en ese momento fui terriblemente sincera. Tal vez, demasiado.
No esperaba esa respuesta, el dolor que vi en sus ojos me desarmó.
–Lo siento–dijo–, lo siento tanto.
Y me abrazó, apretándome contra él. Escondió su cara entre mi pelo, y suspiró.
–No debí decir eso.
–Pero es la verdad.
Lo besé. Quería que olvidara mis palabras, que realmente pudiéramos empezar de nuevo.
Se inclinó sobre mí, y lo que yo había temido, y esperado al mismo tiempo, empezó a suceder.
En un segundo me tenía debajo de su cuerpo, y mientras sus besos me hacían olvidar mis buenos propósitos, sus manos empezaron a levantar mi vestido.
Dejó de besarme para mirarme a los ojos, una vez más.
Su mano se detuvo, y esperó. Sonreí y acariciando su cabello, acerqué mi boca a la suya.
El timbre de calle vino a cortar nuestro idilio, sonando estruendosamente.
Se apartó apenas y me miró.
–Nuestras pizzas–dijo sonriendo.
Mientras él iba a abrir la puerta, yo me incorporé en el sillón, tratando de retomar la calma y recomponer mi apariencia.
–¡¡Sorpresa!!–escuché, y al mirar hacia la entrada vi a una mujer que se colgaba de su cuello.
“¿Y las pizzas?” pensé mientras miraba la escena estúpidamente.
Entonces ella me vio. Desilusión, rabia, una sonrisa para ocultar todo eso…
–Oh, creí que estarías solo–dijo, me observó un instante y apartándose, se acercó hacia mí.
–Soy Naomi–señaló extendiendo su mano–, la prometida de Alejandro.
Sonreí automáticamente.
–¿Y tú eres…?
Ella me miraba, esperando, hacía un esfuerzo por no demostrar su desagrado. Alejandro cerró lentamente la puerta.
–Alicia–dije.
Volvió la cabeza y lo miró.
–¡Lo siento! Quería darte unas sorpresa–se acercó a él y volvió a abrazarlo–. Estaba loca por verte.
Alejandro le sonrió suavemente. No quería mirarme.
Me puse de pie.
–Bueno, yo estaba por irme–dije.
Tomé mi bolso y me dirigí hacia la puerta.
–No, no. Por favor, no necesitas irte por mi…–replicó ella sonriendo falsamente.
–Sí, debo irme, se ha hecho muy tarde.
–Buenas noches–dije al pasar junto a Alejandro.
Caminé por el largo pasillo hacia la salida del edificio como una autómata. Esos pocos metros se me hicieron eternos.
–¡Alicia, espera!–escuché cuando estaba abriendo la puerta que daba a la calle.
Me volví, era él que venía corriendo con mi cárdigan en sus manos.
–No es lo que crees…
–¿Tu prometida, Alejandro?
–Déjame que te lo explique…
–Realmente esta vez te has superado–tomé el cárdigan y, dándole la espalda, salí a la calle.